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viernes, septiembre 20, 2024

Las 605 noches de infierno de la Comandante Dos: “Cada día que no me ahorcaba era un triunfo sobre Ortega”

Herndon (Virginia) – 
Dora María Téllez, legendaria guerrillera de la revolución sandinista, relata a EL PAÍS su cautiverio en el temido penal de El Chipote en Managua

Como parte del “inhumano” plan de torturas psicológicas a la que el régimen de Daniel Ortega sometió a la vieja camarada Dora María Téllez, guerrillera de leyenda y comandante número dos del sandinismo, estaba la prohibición de saber la hora. Así que ella ideó un sistema: ponía la cabeza bien pegada a una de las paredes de su celda, la número 1 de la galería de aislamiento de varones en la que pasó un año y ocho meses en la cárcel de El Chipote, en Managua, uno de los correccionales más infames de América Latina, y miraba hacia arriba. Así, trataba de descifrar los secretos de la luz natural tenue que se colaba por el único respiradero de cubículo de 6×4 metros del que nunca salía. “Ahora deben de ser las 11″, se decía, “falta poco para la comida”.

Aquella fue la única manera de ordenar sus interminables días hasta que llegó otro preso, Álex Hernández (500 días en el infierno de El Chipote), “un genio de la precisión horaria”, dice ella, que veía desde su celda, la cuatro, “el sol caer sobre un pedacito de pasillo”. “Yo le susurraba: ‘Alex, qué hora es. Las 10.15, contestaba”, recordó Téllez este viernes en una entrevista con EL PAÍS. “Un día, uno de los guardias, que tenían prohibido portar reloj para no darnos pistas, me confesó: ‘No sé cómo lo hace: ¡Son las 10.15 en punto!”.

En el grupo de los desterrados, hay periodistas, políticos, empresarios, estudiantes y campesinos, pero el símbolo más poderoso es seguramente Téllez. “Lo peor de todo eran las tardes en El Chipote. Se hacían larguísimas”, continúa la exguerrillera. Las mañanas, al menos, se iban en hacer ejercicio: tres horas diarias: “Fortalecimiento de cuádriceps, rutinas básicas de karate…”. Cada día caminaba en círculos ocho kilómetros. Se volvió una obsesión tan grande que acabó lesionándose un pie.

Al fin y al cabo, era la única distracción posible. Historiadora de profesión, “lectora por necesidad vital”, le prohibieron leer y escribir. Tampoco podía tener libros, papeles, ni lápices. “Dormíamos sobre una colchoneta lisa, sin nada, en el suelo frío. No nos daban toallas, nos secábamos poniéndonos la ropa encima. Eran torturas psicológicas constantes. A mí nunca me torturaron físicamente, el tratamiento de los trabajadores de las prisiones era amable y eficaz; es el tratamiento del régimen de Ortega-Murillo el que es inhumano. Hice el cálculo, de los 1.440 minutos del día más o menos hablaba solo durante un minuto, si sumaba todos los intercambios breves con los guardias. Acabé perdiendo la voz, así que me dedicaba a cantar bajito para contrarrestar esa pérdida”. El régimen de visitas era “otra forma de tortura”. “Al principio estuve tres meses sin ver a nadie. Luego, dos meses, un mes, 40 días; era muy errático”.

Huelga decir que todas esas medidas carcelarias están prohibidas por las convenciones internacionales de derechos humanos. “Aunque lo más terrible”, admite Téllez, “era el aislamiento. Las mujeres que estábamos en El Chipote estábamos todas aisladas. Ana Margarita [Vijil], Tamara [Dávila], Suyén [Barahona] y yo estuvimos siempre en ese régimen. A los hombres nunca los tenían más de dos meses así”. ¿Por qué esa diferencia? Ante la pregunta, Téllez hace el gesto mudo de disparar un fusil. “Cariño especial”, bromea. “Eso es el odio visceral hacia las mujeres de los Ortega-Murillo”.

La disciplina que adquirió en sus años como guerrillera, que le dieron fama mundial cuando Gabriel García Márquez la inmortalizó en su crónica Asalto al Palacio, sobre la resistencia a la dictadura de Somoza en 1978, le sirvieron para afrontar el cautiverio. Ahí dentro le ayudaba también pensar en “la resistencia cotidiana”. “Sabía que tenía que aguantar, era mi manera de derrotar a Ortega cada día. Cada día que no me lesionaba mentalmente, cada día que no defecaba en la celda. Que no me ahorcaba. Cada vez que tuve entrevistas e interrogatorios se lo dije clarito y pelado a los funcionarios. Esto está pensado para acabar con nosotros mental y emocionalmente. ¿Y ustedes qué es lo que quieren?, les decía. Están buscando que me ahorque con los barrotes”.

Téllez detalla a continuación la lista de efectos que el régimen de aislamiento puede tener sobre la salud. Es una lista basada en su experiencia: “Trastornos de ansiedad, profundos trastornos de sueño (aunque yo me duermo a placer), trastorno para defecar, trastornos alimenticios, enfermedades de la piel, migrañas, problemas de pigmentación, pérdida de dientes, pérdida de visión, pérdida de equilibrio. Ahora debo andarme con cuidado, si me voy de un lado puedo acabar en el suelo”.

Uno de los peores momentos del cautiverio llegó durante la noche en la que su excompañero de armas, el Comandante Uno, el general retirado Hugo Torres, tuvo una recaída en la celda. “Oigo la bulla y me asomo a los barrotes; veo que hay un movimiento de los oficiales. Veo que alguien corre y entonces el oficial regresó. Abren la celda y un oficial algo corpulento, joven, sale cargando a Hugo. Me doy cuenta que eso no era un desmayo, el brazo izquierdo estaba exánime…”, narra Téllez. Torres fue regresado a la celda, pero debido a que no le brindaron atención médica oportuna en El Chipote volvió a recaer. Fue trasladado a un hospital, donde luego falleció. Aquel fue un golpe tremendo para Téllez.

Cuando el miércoles la avisaron que se quitara el uniforme azul de presa, al principio pensó que tal vez la estaban preparando para una entrevista. Luego, fueron pasando las horas. “Nos sacaron a la 1.30, ahí ya descarté el resto de los motivos: nos echaban del país. No sabía si a México, Colombia o Estados Unidos”.

En Washington se pudo reunir con su pareja, que también ha cumplido su condena. “El día de la detención me dio risa cuando los vi entrar. Venían con los AK [por los fusiles de asalto AK-47], chalecos antibalas, rompiendo puertas. Allí estábamos esperándolos. Una agente me empujó, pero no emplearon la violencia”.

Ahora dice que planea continuar en la lucha desde este lado del mundo. “Ortega pensó que nos iba a doblegar, pero no hubo una sola persona presa que pidiera perdón. Resistimos todos. Toca reorganizarnos y seguir peleando”, dice.

Aunque de momento, se conforma con “recuperar los amaneceres”. Empezó este mismo viernes, al alba, maravillada desde su habitación del hotel del destierro, contemplando cómo el sol subía por el horizonte de Virgina y el cielo se “ponía naranja”.

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