- Alejandro Millan Valencia
- BBC News Mundo
Martina Canchi Nate tiene 80 años. Ochenta. Y una vitalidad indómita, desbordante.
En medio de la selva donde vive, una nube de mariposas rojas la escolta mientras camina por su chaco, que es el pedazo de tierra donde cultiva lo que necesita para comer: yuca, maíz, plátano y arroz.
Después de media hora de caminata, Martina desentierra en poco menos de diez minutos y con sus propias manos tres matas de yuca para extraer los tubérculos de la raíz y destaja con apenas dos golpes de cuchillo varias plataneras para arrancarle los racimos, que luego se cuelga sobre la espalda para cargarlos hasta su casa.
“¿No le da miedo herirse?”, le pregunto mientras, ya de vuelta en su quincho, pulveriza con una piedra pesada los granos de maíz con que preparará chicha, la bebida tradicional de su pueblo.
“No sé qué es eso”, me responde con naturalidad.
Martina es tsimane, una de las 36 naciones indígenas oficialmente reconocidas en el Estado plurinacional de Bolivia.
Es una de los 16.000 miembros de una comunidad seminómada que habita en Misión Fátima, un remoto rincón de la selva amazónica boliviana que está a seis horas en bote desde San Borja, a unos 600 kilómetros al norte de La Paz.
Su aislamiento, creen los expertos, ha sido clave en la forma de envejecer de esta etnia, tan única e irrepetible que lleva décadas siendo estudiada por los científicos.
“Los tsimanes tienen menos arteriosclerosis que las mujeres y hombres japoneses que siguen una dieta extremadamente baja en grasas”, le dice a BBC Mundo el antropólogo Hillard Kaplan en la sala de su casa de San Borja, hasta donde viajamos para entender más el trabajo que lidera desde hace más de 20 años.
Sus investigaciones -hechas con académicos de la Universidad del Sur de California y Nuevo México, en EE.UU-, han revelado que los tsimanes tienen las arterias más sanas que se hayan estudiado hasta ahora en el planeta y que su cerebro envejece a un ritmo mucho más lento que el de sus pares norteamericanos, europeos y de otras regiones del mundo.
Ese vigor otoñal que vimos en Martina se repite en decenas de ancianos tsimanes que mantienen en pleno siglo XXI prácticas preindustriales de agricultura, pesca y caza como medios de subsistencia, las cuales -según nos cuenta Kaplan- “implican actividades físicas y formas de alimentarse que evidentemente tienen un efecto en su particular estado de salud”.
Jatata y chicha
En el caso de Martina, una de las actividades que más tiempo le requiere es un oficio exclusivo de las mujeres tsimanes: tejer los techos de las casas de madera con jatata, una planta que crece en las zonas más profundas del pie de monte que bordea a Misión Fátima.
Para conseguir la cantidad adecuada, Martina debe internarse en la selva y caminar seis horas -tres de ida y tres de regreso-, con los pies descalzos, cargando las ramas en la espalda.
“Lo hago una o dos veces por mes, aunque ahora cada día me cuesta más”, reconoce.
Pero el tratamiento no termina allí: tras el secado de la hoja comienza un proceso que es tan delicado como hacer las trenzas a una niña, pero tan complejo como levantar un rascacielos: el tejido debe quedar firme para que no se filtre el agua, pero a la vez, no tan hermético como para que no permita la entrada del aire.
Muchos de esos techos también se hacen para venderlos en centros urbanos como San Borja o Trinidad, lo que les trae algo de alivio económico a las mujeres involucradas.
“Los tsimanes más ancianos dependen de ellos mismos para comer porque, más allá del apoyo que existe entre familias e incluso de la comunidad, lo cierto es que cada persona responde por los suyos y muchas veces los descendientes de estos ancianos deben pensar primero en alimentar a los sus propios hijos”, le explica a BBC Mundo el médico boliviano Daniel Eid Rodríguez, quien hace parte del equipo de investigación desde sus inicios.
“Eso hace que se vean obligados a realizar actividades diarias que les exigen a todos los niveles, no solo físico sino también mental”, agrega.
Las mariposas rojas detienen su aleteo cuando Martina declara que la chicha está lista. La bebida fermentada, espesa y amarilla, comienza a circular en unas totumas enormes que apenas caben en la mano.
El sabor dulce de lo que beben arranca varias sonrisas.
“Si ves, aquí nadie fuma”, nos dice Jesús Bani, intentando explicarnos la causa de la fuerza que observamos en Martina y los otros ancianos.
“El único vicio para nosotros los tsimanes es tomar chicha”, nos aclara divertido.
El corazón y el cerebro
En marzo de 2013, el cardiólogo estadounidense Randall C. Thompson publicó junto a un equipo de especialistas un estudio que afirmaba que tras examinar mediante resonancias magnéticas a más de 140 momias de tres antiguas civilizaciones (la egipcia, la incaica y la que habitaba las islas aleutianas cerca de Alaska) habían encontrado signos de arteriosclerosis en 47 de ellas.
Esa afirmación ponía en entredicho la creencia médica de que la presencia de placas en las arterias en personas de edad avanzada era una condición que habían traído la modernidad y la sociedad industrializada con su sedentarismo y su dieta de alimentos ultraprocesados.
Entre los académicos intrigados por esa publicación estaban Kaplan y su colega de la Universidad del Sur de California Michael Guvern.
Pero incluso más que los resultados, les llamó la atención el método.
En ese entonces, Kaplan y Guvern llevaban cerca de diez años estudiando a los tsimanes en Bolivia.
Habían llegado a ellos con el propósito de conocer más sobre cómo envejecen las sociedades antes del impacto de la tecnología.
Aunque fueron visitados por los españoles en el siglo XVI, los tsimanes han seguido viviendo según sus costumbres ancestrales, ajenos a la mayoría de los cambios del mundo moderno, con el que hasta hace poco apenas habían tenido contacto.
De hecho, su idioma, el moseten-chimane, refleja su aislamiento: no tienen muchas palabras y para nombrar gran parte de los artefactos contemporáneos deben usar el español. Para comunicarnos con ellos, fue clave el rol de Jesús, que actuó de traductor.
“En nuestro estudio habíamos notado que los ancianos no mostraban signos de padecimientos propios de la vejez como hipertensión, diabetes o problemas cardíacos, pero nuestra aproximación era antropológica, no médica”, anota Kaplan.
“Solo con un método como el que usó el profesor Thompson, o sea con tomografías computarizadas, podíamos saber exactamente qué ocurría dentro de sus cuerpos”, le explica el especialista a BBC Mundo.
Kaplan y Guvern convencieron al equipo de Thompson de unirse a su investigación para ampliarla al campo médico.
Durante cerca de un año, 700 ancianos tsimanes participaron en un programa que se llevó a cabo en el hospital de Trinidad, la capital del departamento del Beni, que tenía el único tomógrafo que existía en la región.
El estudio, cuyos primeros resultados se publicaron en la revista The Lancet en 2017, confirmó las sospechas que tenían desde el principio: el 87% de los tsimanes mayores de 70 años que fueron examinados presentaban un mínimo riesgo de cardiopatía aterosclerótica.
Una segunda fase, que se dio a conocer en 2023 en la revista Proceedings of the National Academy of Science, entregó otro resultado sorpresivo: los ancianos tsimanes presentaban hasta un 70% menos de atrofia cerebral que personas de la misma edad en países industrializados como Reino Unido, Japón o Estados Unidos.
En palabras de Kaplan: un tsimane de 80 años tenía la misma salud cardiovascular y cerebral que un adulto de 55 años en Nueva York o Londres. Y a la hora de envejecer, sus cerebros parecían hacerlo de forma mucho más lenta.
“Nos encontramos con cero casos de alzhéimer entre toda la población adulta. Es muy notable en medio del mundo que vivimos”, nos relata Eid en las afueras del hospital de Trinidad, donde él está a cargo de una nueva fase de investigación con los ancianos tsimanes.
Con los datos ya obtenidos, los científicos comenzaron a trabajar con más ahínco que nunca para descubrir la fuente de ese bienestar prolongado.
Los dos estudios dirigidos por Kaplan fueron corroborados ampliamente por otros investigadores, varios de ellos consultados por BBC Mundo, quienes los confirmaron como una importante revelación tanto en el campo de la medicina como en el de la antropología.
El Edén de los tsimanes
Juan Gutiérrez Rivero tenía 8 años cuando escuchó por primera vez de un lugar llamado Loma Santa. Así lo cuenta mientras acecha agazapado a un mono araña antes de que el primate perciba su presencia y huya entre la espesa vegetación.
“Cada vez hay menos animales y cada vez hay que caminar más para cazarlos”, se queja.
Juan tiene 78 años, aunque cuesta creerlo al observarlo cómo se mueve cuando apunta al animal. Su estado físico es prodigioso: cabello oscuro sin una cana, ojos vivaces, las manos musculosas y firmes. Si no fuera por las profundas arrugas del rostro, podría pasar por un joven padre que debe salir a cazar para sobrevivir.
“La mayoría de los tsimanes pueden estar entre cuatro o seis horas activos sin descansar, ya sea caminando, sembrando o en labores domésticas. Estar en movimiento es parte de su identidad”, nos indica Kaplan.
Y del secreto de su envidiable salud arterial, añade el experto.
Más números que lo ilustran: gracias al uso de relojes electrónicos, en la investigación se logró determinar que los tsimanes completan un promedio diario de 17.000 pasos, cuando la media de una persona en Occidente se calcula en apenas 6.000.
La caza es de gran exigencia física.
A Juan le enseñó su padre mientras recorrían el Beni en el empeño de encontrar la Loma Santa, ese lugar que le describía colmado de animales, tierras fértiles y ríos transparentes, donde se podía pescar con solo meter las manos en el agua. El Edén de los tsimanes.
De él aprendió cómo pulir las flechas y cuáles utilizar en las presas enormes como el tapir o en las pequeñas como los monos. También lo inició en las destrezas con armas de fuego y en las estrategias para tener una cacería exitosa.
Ahora su objetivo es un pequeño taitetú, un cerdo peludo y salvaje, que logra escabullirse velozmente entre el follaje antes de que Juan apriete el gatillo.
Decepcionado, habla de cómo el destino de su comunidad sería otro si conseguir la comida no fuera cada vez más difícil, si no insumiera cada vez más días la caminata para dar con algún animal que sirva para comer. De cómo hubiera sido su destino si hubieran encontrado la Loma Santa.
Días después, ya de regreso en su casa, nos cuenta que en medio de esa búsqueda infructuosa de aquel lugar sagrado se casó y tuvo hijos.
“Finalmente uno se da cuenta que la Loma Santa es la familia”, nos dice de repente con un dejo de nostalgia y sabiduría.
La tierra y el agua
Otro aspecto fundamental para explicar la excepcional salud de los tsimanes es la alimentación.
Los investigadores hallaron que de todo lo que comen, solo el 14% contiene grasa (y en ningún caso grasa trans) y que sus alimentos son altos en fibras, a pesar de que el 72% de ellos sean carbohidratos.
“Yo me levanto y a lo primero que me dedico es a cocinar el arroz para el desayuno. Después voy por el plátano y la yuca para hacer el almuerzo”, nos explica Martina, mientras revisa en las brasas que le sirven de cocina cómo va la cocción.
Las proteínas -en este caso, la carne- serán provistas por los hombres como Juan, que se fueron de caza hace un par de días.
Aunque lo ideal es que aparecieran con un tapir de 300 kilos, todos saben que eso es una fantasía del pasado y que, en un buen día, probablemente se habrán topado con algún mico distraído y un par de aves.
O con lo que se ha convertido en una fuente de alimentación cada vez más importante: un sábalo o un surubí de los que da el río.
Cualquiera sea el botín, será parte de una dieta que no contiene ingredientes procesados: todo lo que se consume viene de la tierra o del agua de esta selva. Tradicionalmente, no hay frituras, y nada se reboza en pan.
“Todo eso termina siendo determinante en los bajos índices de colesterol en nuestro cuerpo”, señala Eid.
Una mente brillante
En la casa de Fermín Nate, otro tsimane de Misión Fátima, las paredes están pintadas de humo. Un tronco de madera arde en el piso de tierra y nunca se apaga. El único perro al que le permite entrar a la vivienda se acomoda sobre las cenizas aún tibias para entrar en calor.
Fermín lo mira, sonríe, saca de su mariko una flauta hecha artesanalmente con un tubo de plástico de los que se utilizan en las tuberías modernas, y comienza a tocar una antigua tonada indígena.
“Las canciones las aprendí de mi abuelo cuando era un niño”, nos explica cuando se toma un respiro.
Fermín tiene 78 años, y dice que recuerda perfectamente todo lo que le enseñaron sus padres y abuelos, no solo sobre música, sino sobre subsistencia.
Ahora él continúa con la tradición, enseñándole a miembros de su familia cómo manejar y cuidar los cáñamos que se usan en las flechas, una de las herramientas fundamentales para la pesca del sábalo.
“Las flechas se deben limpiar todos los días para que el moho no las dañe”, les dice.
Tras la publicación del artículo en The Lancet en 2017, los investigadores tenían claro cuál debía ser la siguiente fase del estudio: “Nos habíamos concentrado en la parte cardiovascular de los tsimanes, pero era evidente que también debíamos estudiar el estado de salud del cerebro”, indica Eid.
“Notamos es que aunque sí hay cambios cognitivos con el envejecimiento, no llegan a ser problemas serios o demencia, por así decirlo”, agrega.
Fermín fue uno de los tsimanes que viajó desde Misión Fátima hasta Trinidad para los estudios de resonancia magnética. Allí evaluaron el volumen de su cerebro y lo correlacionaron con otros datos como masa corporal y dieta.
“Pero no bastaba con las imágenes cerebrales”, anota Eid. “Necesitábamos otra información como la función cognitiva”.
Y para eso había que viajar a las comunidades.
“Dime por favor el nombre de ocho animales”, le pregunta Gerardo, integrante del equipo médico, a Hilda Canchi. Le habla en su idioma, el chimán.
Ella lo mira sin asombro. Tiene 81 años y vive junto a su segundo marido, Salomón, en la comunidad de Santa María, a unas tres horas en bote desde San Borja por el río Maniqui. Gracias a su chaco, tienen todo lo que necesitan para comer.
“Danta, mono, perro, pescado, gato, pato, pollo y cerdo”, responde sin inmutarse.
“¿Y seis nombres de peces que hay en el río?”, inquiere Gerardo y va llenando la planilla que lleva en la mano.
“Surubí, bagre, tujuno, tachaca, paleta y sábalo”, vuelve a contestar Hilda sin hacer una pausa.
“Ahora los números del uno al diez”.
“Uno, dos… ¿cinco?” Trastabilla. Duda.
“Ellos tienen problemas con los números, pero no porque los hayan olvidado, sino porque nunca se los enseñaron”, aclara Gerardo, que realiza el examen cognitivo en representación del gobierno local.
Los resultados de las pruebas de la función cognitiva en personas como Hilda y Fermín, junto a las imágenes de las resonancias, arrojaron resultados en la misma línea de los estudios anteriores: en los tsimanes no solo el proceso de declive de las funciones cerebrales es mucho más lento si se los compara con personas de la misma edad de otras partes del mundo, sino que no hay registro de enfermedades degenerativas asociadas al envejecimiento como el alzhéimer.
Infecciones y niñez
Pero… En esta historia hay algunos peros.
“Las tomografías también mostraron zonas calcificadas, que hablan de la presencia de placa en las arterias del cerebro. Y que a la vez son signos de un posible proceso degenerativo similar al Parkinson”, acota Eid.
A pesar de la vida activa de ancianos como Hilda, Fermín, Juan y Martina, lo cierto es que cuando comenzó el estudio la expectativa de vida de los tsimanes apenas llegaba a los 45 años, principalmente por las altas tasas de mortalidad infantil que los afectaban.
Y los hechos son tan crudos como crueles.
Pocos minutos antes de proceder con una de las resonancias que hacen parte de la tercera fase del estudio -centrada en la salud mental de los tsimanes-, Eid conversa con una de las ancianas que será examinada.
-Y usted ¿cuántos hijos tiene?, le pregunta Eid
-Seis, responde ella, pero su rostro denota una tristeza inmensa
-¿Y cuántos se le han muerto?
La mujer se ve abatida. Acude a las manos para responder con exactitud la pregunta del médico.
-Cinco- indica finalmente.
El mismo aislamiento que les ha permitido a algunos tener una vejez asombrosa, ha sido una cruz para otros: “Había una alta mortalidad infantil. Estas personas que llegan a los 80 años fueron las que lograron sobrevivir una infancia llena de enfermedades e infecciones”, señala el especialista.
Cerca del 100% de la población tsimane ha enfrentado en algún momento de sus vidas el ataque de un parásito o un gusano.
Para los investigadores es un dato relevante, y están buscando precisamente demostrar una hipótesis sobre cómo esas infecciones podrían ser otra de las causas -además de la alimentación y el ejercicio- detrás de la salud envidiable de los ancianos tsimanes.
El punto de partida para esa teoría fue la pandemia del covid-19.
La crisis del coronavirus causó en Bolivia cerca de 22.000 muertes y un millón de infectados en cerca de dos años. Y fue particularmente feroz en Santa Cruz, el departamento vecino del territorio tsimane.
Esos datos, provistos por el gobierno, junto a los que el equipo de Kaplan ha acumulado, los llevaron a pensar que esa inmunidad a enfermedades como el coronavirus puede estar relacionada con su alta tasa de infecciones.
“Entre ellos no hubo un solo caso grave de covid-19, mucho menos un muerto. La gente en San Borja y Trinidad se enfermaba, pero acá, en las comunidades al lado del río, no se produjo ni un solo caso”, le explica Kaplan a BBC Mundo.
Pero como él mismo señala, todavía es una teoría.
Cambio climático y “peque-peque”
Juan regresa a su comunidad con apenas un par de aves. No es un buen balance para tres días de caminata, lejos de su casa y de su familia.
Pero ya comienza a habituarse a los magros resultados: no ha podido cazar un animal lo suficientemente grande en meses. Y la razón, explica, es una sola: el fuego.
A finales de 2023 Bolivia, y especialmente el departamento del Beni, fue devastada por una serie de incendios forestales que se extendieron por varias semanas y destruyeron cerca de dos millones de hectáreas de selva y bosque.
“El fuego. El fuego hizo que los animales se fueran de acá”, nos dice.
Por esa razón desde hace unos meses viene trabajando en la idea de dedicarse a la crianza de ganado. En un pastizal cerca de su casa, nos muestra con orgullo cuatro novillos de res que espera se conviertan en la fuente de proteína de la familia en los próximos meses.
“Al menos hasta que los animales vuelvan”…
Kaplan es consciente de que el cambio climático está afectando las costumbres que han llevado a los tsimanes a tener las características envidiables en sus arterias. No solo son los incendios forestales, sino también la sequía y las inundaciones que los empujan a buscar otros medios de subsistencia.
Los cambios obligatorios que están teniendo que hacer ya están dejando huellas.
Los últimos estudios han revelado que, a pesar de la notable salud de los ancianos tsimanes en términos cardiovasculares, ciertos índices que hasta hace años eran invisibles han empezado a aparecer en las tablas de estadísticas.
“Cuando comenzamos con este estudio en 2003 los casos de diabetes no llegaban a dos entre todas las personas analizadas. Ahora, esos casos se han multiplicado por ocho”, ejemplifica Eid.
También los niveles de colesterol han comenzado a aumentar entre la población más joven.
“Cualquier pequeño cambio en sus costumbres termina afectando esos índices de salud. Por ejemplo, la introducción de los peque-peque”, añade el médico.
El peque-peque es un motor fuera de borda de unos seis caballos de fuerza que debido a su tamaño y a su bajo costo se ha convertido en el favorito de quienes navegan el Maniqui.
Este simple relevo -de los remos al motor- ha traído cambios en algunos hábitos alimenticios de los tsimanes: al acortar las distancias con los centros de abastecimiento, ahora pueden acceder a alimentos como azúcar, harina y aceite para frituras.
“Además, están dejando de remar, que es una de las actividades físicas más exigentes. Y estos alimentos son los que producen el aumento en los niveles de colesterol y sin duda inciden en que ahora notemos casos de diabetes y de obesidad”, indica Eid.
Sin embargo, más allá de los traspiés, los investigadores señalan que hay lecciones para aprender de los estudios de los tsimanes.
“Es simple: gastan mucha más energía o calorías de las que consumen a diario. Y aunque cada vez comen menos debido a los problemas que tienen para asegurar su alimento, eso no significa que los ancianos dejen de estar activos”, concluye Kaplan.
Para los propios tsimanes, la principal lección de todos estos números y resultados de estudios es demostrar que se puede ser feliz con poco.
“A nosotros, a pesar de las evidentes necesidades, con lo que nos da la tierra nos basta. Por eso somos personas tranquilas, sin afanes y por lo general estamos de buen humor”, le cuenta a BBC Mundo Justina Canchi, una de las líderes de un movimiento que promueve los derechos de las mujeres tsimanes que tiene su sede en Misión Fátima.
Y añade: “La pandemia fue el mejor ejemplo de eso: mientras al mundo entero lo encerraban y se enfermaba, acá la vida siguió igual, sin cuarentena, sin infecciones, porque todo lo teníamos a la mano para sobrevivir”.
Hilda termina el examen cognitivo y vuelve con Salomón, que la espera en su pequeña casa de madera y jatata. En las paredes no cuelgan cuadros ni retratos familiares sino frutas de chontu y racimos de plátano pintón que serán utilizadas en la cena. Hilda está contenta de que la lluvia, tras dos días intensos, se ha detenido y ella podrá regresar a su chaco a recolectar el arroz.
También está feliz, nos cuenta, porque hace poco sus hijos y nietos, “que no me desamparan”, le mataron un cerdo para celebrar “sus 100 años o algo así”. Muchos tsimanes no saben su edad exacta. Ni les importa saberla.
“No tengo miedo de morir” -nos dice con una carcajada-, “porque me van a enterrar y yo me voy a quedar ahí. Muy quieta”.
Mira a Salomón, nos mira y vuelve a reír.